lunes, 20 de octubre de 2008

Miguel Magone

Miguel Magone.
(1845-1859) Vivió 13 años 4 meses.
14 meses en el Oratorio de Don Bosco.

Un encuentro realmente interesante
Regresaba yo una tarde de otoño y, para tomar el tren que tenía que conducirme a Turín tuve que esperar más de una hora en la estación de Carmagnola. Eran las siete. Estaba nublado. Contribuía todo de tal manera a aumentar la oscuridad, que a un paso de distancia no se podía distinguir a un ser viviente. Sólo un grupo de muchachos llamaba poderosamente la atención: jugaban, gritaban, atronaban los oídos de los pasajeros que estábamos allí. Los gritos: ¡espera!, ¡agárralo!, ¡huye!, ¡persigue a aquél!, ¡coge a ése! llegaban hasta nosotros perfectísimamente. Pero entre toda la gritería percibíase claramente una voz que se imponía a todas las demás. Era como la voz de un capitán, que todos repetían y todos obedecían tajantemente.
Me entró enseguida enorme curiosidad por conocer a quien con tanto ardor y tanta pericia era capaz de dirigir el juego en medio de tan gran alboroto. Viendo que, en un momento dado, se habían reunido todos alrededor del que les hacía de jefe, aproveché la ocasión por los pelos y de un salto me coloqué en medio de ellos.
Todos huyeron espantados; todos menos él, que se quedó firme, dándome la cara. Avanza hacia mí, pone los brazos en jarras y me dice con aire de mandamás:
— ¿Quién es usted para atreverse a mezclarse en nuestros juegos?
— Soy un amigo tuyo.
— ¿Y qué es lo que pretende de nosotros?
— Pues, si no os sabe mal, que me dejéis jugar y divertirme contigo y con tus amigos.
— Pero ¿quién es usted? No tengo el gusto de conocerlo.
— Ya te lo he dicho: un amigo tuyo, que deseo entretenerme con vosotros. ¿Y tú quién eres?
— ¿Quién soy yo? Soy—añadió con voz sonora y firme— Miguel Magone, el general del juego.
Entre tanto, los otros mozalbetes, que de pánico habían salido de estampida, fueron volviendo uno tras otro y colocándose a nuestro alrededor. Después de dirigir la palabra brevemente a cada uno de ellos, me volví de nuevo a Magone y continué:
— Querido Magone, ¿Cuántos años tienes?
— Trece.
— ¿Vas a confesarte alguna vez?
— Pues sí—respondió, riendo.
— ¿Has hecho ya la primera comunión?
— Sí que la hice.
— ¿Aprendes algún oficio?
— El de no hacer nada.
— Pero, con todo, alguna cosa estarás haciendo.
— Ir a la escuela.
— ¿A qué clase vas?
— A la tercera elemental.
— ¿Vive tu padre?
— No; murió.
— ¿Y tu madre?
— Sí, mi madre sí que vive. Trabaja para otros y hace lo imposible por darnos de comer a mí y a mis hermanos. Pero nosotros la traemos por la calle de la amargura.
— ¿Y qué piensas hacer más adelante?
— Algo tendré que hacer, pero aún no me ha pasado nada por la cabeza.
La franqueza con que se expresaba y el buen juicio que demostraba en sus palabras me hicieron ver el gran peligro que corría aquel muchacho si continuaba abandonado de aquel modo. Por otra parte, me daba cuenta de que si aquel brío y aquel carácter emprendedor eran sometidos a una buena educación, podían dar mucho de sí. En consecuencia, reemprendí el diálogo:
— Querido Magone, ¿no serías capaz de dejar esta vida de vago y ponerte a aprender un arte o un oficio, e incluso hacer estudios?
— ¡Claro que lo sería!—respondió conmovido—; esta condenada vida que llevo no me hace ninguna gracia. Algunos compañeros míos ya están en la cárcel, y me temo que lo mismo me va a pasar a mí; pero ¿qué quiere usted que haga?: mi padre murió, mi madre no tiene cuartos, ¿quién será el que me ayude?
— Mira, esta misma noche dirígele una fervorosa oración a nuestro Padre que está en los cielos. Hazlo de corazón y espera. El pensará en mí, en ti y en todos.
En aquel momento la campana de la estación dio su último toque, y yo hube de marchar sin falta.
— Toma — le dije —, toma esta medalla y mañana preséntate al vicario de la parroquia, don Ariccio. Dile que el cura que te la regaló desea informes sobre tu conducta.
Tomó con respeto la medalla y volvió a preguntar:
— Pero ¿cómo se llama usted? ¿De dónde viene? ¿Le conoce a usted el señor vicario?
Estas y otras preguntas que el pobre Magone seguía haciendo las dejé sin contestar. El tren partía y tuve que subir al coche que me devolvía a Turín.

Su vida anterior y su llegada al Oratorio de San Francisco de Sales
El hecho mismo de no conocer en absoluto al cura que le había dirigido la palabra suscitó en Magone unas ganas locas de saber quién era.
Así que, no teniendo paciencia para aguardar hasta el día siguiente, marchó inmediatamente a ver al Padre Ariccio, y le contó enardecido todo lo que le había pasado. El vicario se hizo cargo a la primera del asunto, y un día después, por carta, me hacía la crónica con sus pelos y señales de la vida y heroicidades de nuestro general.
«El joven Magone — escribía — es un pobre chico, huérfano de padre. La madre, por tener que dedicarse a ganar el pan de la familia, no puede cuidar de él, y el resultado es que se pasa todo el santo día por calles y plazas entre muchachos. Posee una inteligencia nada común, pero por enredón y distraído le han tenido que expulsar varias veces de clase. Con todo, la tercera elemental la ha aprobado bastante bien.
»En cuanto a moral, yo creo que se trata de un chico de buen corazón, y que sus costumbres son sencillas; pero es duro de domar. En la escuela y en el catecismo se convierte en el alborotador universal. Cuando él no está, todo es paz y tranquilidad; cuando él se marcha, nos hace a todos el gran favor.
»Su edad, su pobreza, sus buenas cualidades y, particularmente, su ingenio, le hacen digno de caritativa atención. Nació el 19 de septiembre de 1845.
Con estos informes por delante, me determiné a recibirle entre los chicos de esta casa a fin de que pudiese estudiar o aprender un oficio. En cuanto recibió la carta de aceptación, le entró a nuestro candidato una impaciencia terrible por venir a Turín. Se imaginaba, por lo visto, que iba a encontrarse aquí las delicias del paraíso terrenal y que todos los tesoros de esta capital iban a ser suyos.
Apenas si habían pasado unos días y me lo veo aparecer.
— Bueno, aquí me tiene—dice, corriendo hacia mí—. Soy el Magone aquel con quien usted se topó en la estación de Carmagnola.
— Ya lo sabía. Y qué, ¿traes buenas intenciones?
— Creo que sí; por lo menos no me falta buena voluntad.
— Hombre, si vienes de verdad en buen plan, te agradeceré muchísimo que no me pongas en revolución toda la casa.
— Puede usted estar tranquilo; no pienso darle el menor disgusto. En el pasado, mi vida no ha sido lo que se dice ejemplar; mas en el futuro va a ser otra cosa. Dos compañeros míos ya están en la cárcel, y yo...
— No te desanimes y dime si prefieres hacer estudios o aprender un oficio.
— Haré lo que usted diga, pero, puestos a elegir, prefiero estudiar.
— Pues en el caso de que te ponga a estudiar, ¿qué harías al terminar?
— Si un pillo como yo... —e inclinó la cabeza y se puso a reír.
— Bueno, termina la frase. Si un pillo como tú..., ¿qué?
— Si un pillo como yo cambiase tanto que pudiese llegar a ser cura, de muy buena gana me haría.
— Ya veremos qué es lo que puede salir de un trasto como tú. De momento, pues, te pondré a estudiar. Y en cuanto a eso de ser cura u otra cosa, dependerá de ti, de tu provecho en los estudios y de tu comportamiento, y de si das o no señales de ser llamado al estado eclesiástico.
— Si es cuestión de voluntad, le aseguro que no estará descontento de mí.
Como primera medida, se le asignó un compañero que le hiciera de ángel custodio. Es costumbre en esta casa, cuando entra algún joven de moralidad sospechosa o no bien conocida, confiarlo a los cuidados de un alumno antiguo y seguro. Este lo vigila e incluso lo corrige si se hace necesario. La tutela dura mientras el nuevo no está en condiciones de reunirse con los demás compañeros sin peligro alguno. Sin darse cuenta Magone, de la manera más natural y caritativa, aquel compañero no le perdía nunca de vista, estaba a su lado en la clase, en el estudio, en el recreo; bromeaba con él, jugaba con él. Pero a cada momento le tenía que estar diciendo:
— ¡Bah, Magone, déjate de esas conversaciones! ¡No digas esas palabrotas! ¡No sueltes cada dos por tres el nombre de Dios!
El, aunque frecuentemente se le subía la sangre a la cabeza, acababa por decir:
— ¡Tienes razón! Has hecho bien en avisarme; eres un buen chico. Si te hubiera conocido antes no hubiese contraído esa pésima costumbre que ahora me cuesta tanto vencer.
Durante los primeros días, para él no existía otra cosa en el mundo que el juego. Cantar, gritar, correr, saltar, alborotar era lo único que satisfacía su índole fogosa y viva. Y cuando su compañero le decía: «Magone, que han tocado al estudio, a la clase, a la iglesia», o cosas parecidas, el pobre chico dirigía una última mirada resignada a las pelotas y a los campos de juego y, sin mayor resistencia, iba a donde el deber lo llamaba.
Era, en cambio, todo un espectáculo contemplarlo cuando la campana ponía fin a una ocupación a la que seguía recreo ¡Ni que saliera de la boca de un cañón! En un santiamén estaba todos los rincones del patio. Los juegos que suponían destreza corporal le encantaban. Le apasionaba sobre todo juego que nosotros llamamos barra rota, y llegó en él a hacerse el amo.
De esta suerte encontró que, mezclando los deberes escolares con recreos, la nueva vida que acababa de estrenar no estaba mal del todo.

Dificultades y reforma moral
Llevaba cosa de un mes nuestro Miguel en el Oratorio y todo le servía para pasarlo bien. Con tal de tener un campo en que saltar a su gusto, ya era feliz. Y no reflexionaba en que la verdadera alegría procede del corazón, de una conciencia en paz.
Cuando he aquí que, sin más, comenzó a perder aquel su ilusión por el deporte. Se le notaba un tanto pensativo, si jugaba era porque le invitaban. El compañero que le hacia de ángel custodio se dio cuenta del cambio, y aprovechó primera ocasión:
— Oye, Magone—le dijo—, veo de unos días a esta par que no estás tan alegre como otras veces. ¿Te encuentras enfermo?
— De ninguna manera. Me siento estupendamente.
— Entonces, ¿de dónde te viene esta tristeza?
— De ver cómo mis compañeros toman parte en las prácticas de piedad. El verlos rezar y acercarse alegres a la confesión y comunión me produce continua tristeza.
— ¡Pues, chico, yo no comprendo cómo la devoción de los otros tenga que producirte tristeza a ti!
— Y, sin embargo, la razón es bien sencilla. Resulta que mis compañeros, que ya son buenos, al practicar la religión hacen mejores todavía; mientras que yo, por ser un mal bicho, no puedo tomar parte; el resultado es que todo esto me produce gran remordimiento e inquietud.
— ¡Pues sí...! Razonas como un verdadero crío. Si lo que te fastidia es la felicidad de tus compañeros, ¿quién te impide seguir su ejemplo? …
Su natural fogoso, su imaginación ardiente y un corazón extremadamente afectuoso le inclinaban a ser ligero y hasta a primera vista disipado. Pero llegado el momento, sabia como contenerse y ser dueño de si mismo.
Al principio su conducta fue regularcilla; después buena y enseguida casi optima. No habían transcurrido tres meses y ya era óptima; y lo seguiría siendo por todo el tiempo que vivió entre nosotros.
Se sentía verdaderamente feliz cuando podía explicar una dificultad a cualquiera, servirle el agua, hacerle la cama, serle útil en algo. Si bien es cierto que durante los primeros meses en el Oratorio hubo de ser corregido por sus arranques de genio, también lo es que a fuerza de voluntad, llegó a vencerse hasta convertirse en pacificador de sus propios compañeros.
- ¡Un poco de cabeza, señores! – Decía – Tenemos que obrar por la razón no a lo bruto.
- Si en cuanto Dios se sintiese ofendido echase mano de la fuerza, ¿Dónde estaríamos muchos de nosotros?
Muchas veces me estrechaba afectuosamente la mano y mirándome con los ojos bañados en lágrimas, me decía:

- No sé como expresarle mi agradecimiento por el gran favor que me hizo aceptándome en el Oratorio. Trataré de pagárselo con mi conducta ejemplar y rogándole a Dios que le bendiga a usted y todas sus empresas. Me duele no contar con medios para demostrar mi gratitud como quisiera; pero, eso sí, me doy perfecta cuenta de todo el bien que se me hace. No soy de los que olvidan a sus bienhechores.

Su muerte
El miércoles 19 de enero enfermo de lombrices (lo cual era frecuente en el) El viernes ya no se le permitió levantarse pues había empeorado. Hacia las dos de la tarde además de dificultad respiratoria presentaba tos y presentaba sangre en la expectoración. Se trataba de un derrame en el estomago. Se hecho mano de todo en un esfuerzo por detener la sangre, que peligrosamente, le dificultaba la respiración. Todo fue inútil. Aquella afortunada alma abandonaba este mundo para volar al cielo, a las once de la noche del 21 de enero de 1859. Apenas si tenía catorce años.

En la vida de Miguel Magone encontramos un jovencito que abandonado y sin guía, corría riesgo de emprender el camino del vicio; pero que, enseguida que oyó el amoroso llamamiento del Señor, correspondió tan generosamente a la gracia divina que dejo maravillados a todos cuantos lo conocieron. Queda claro una vez más cuán prodigiosos son los efectos de la Gracia de Dios en quien se esfuerza por corresponder.

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